Opinión | Le fumoir
El relato

El rey Juan Carlos I saluda en el Congreso en el 40ª aniversario de la Constitución. / JOSÉ LUIS ROCA
A juzgar por lo que uno lee estos días en distintos medios, el aniversario de la muerte de Franco y la caída en desgracia de Juan Carlos I parecen haber generado en determinados sectores políticos de este país la necesidad de fijar una nueva narrativa sobre la Transición. No parece algo improvisado ni meramente reactivo, sino una estrategia más amplia de reconstrucción simbólica, que busca reinterpretar el pasado desde el escenario político presente. Se trata, en definitiva, de ofrecer a la sociedad un nuevo relato para los próximos cincuenta años. Se resumiría, creo, así: el éxito de la Transición no fue, como nos habían contado hasta ahora, el resultado de un pacto transaccional entre distintas figuras y corrientes políticas, sancionado por la Corona y avalado por el pueblo español, sino fruto, de modo casi exclusivo, de la movilización de la izquierda en las calles. Es decir, no fue un proceso de arriba a abajo, sino de abajo a arriba. Esto supone un cambio fundamental en la explicación histórica del que quizá haya sido el mayor acontecimiento de la historia reciente de España. No es cosa menor. La coincidencia temporal entre el aniversario del 20-N y el deterioro público de la imagen de d. Juan Carlos — pieza central de este asunto— ofrece un marco propicio a sus exégetas para reabrir ese expediente histórico. Cuestionar la figura del antiguo rey, símbolo indiscutible de la Transición y del ahora llamado “régimen del 78”, permite cuestionar la arquitectura entera de aquel proceso. Se trata de un ejercicio poco riguroso desde el punto de vista historiográfico, pues se miden sus éxitos pasados, reconocidos por todo el mundo, con la vara de sus errores recientes, también reconocidos por todo el mundo. Conviene distinguir en este sentido entre verdad histórica y “verdad” política, dos expresiones que suelen enredarse en el discurso público. La primera busca reconstruir los hechos con el máximo rigor posible, atendiendo a las fuentes, al contexto y a sus actores. No soy historiador, pero tiendo a pensar que la Transición fue un éxito colectivo consecuencia de todo lo anterior, de la eutanasia asistida del antiguo régimen -vean el documental “Voladura 76”-, del pacto entre adversarios, de la acción de parte de la sociedad civil en las calles, de la presión internacional y, sobre todo, de la voluntad común de una sociedad madura por entrar en una nueva etapa histórica, libre y democrática. Lo que se busca determinar ahora es quién fue el catalizador de ese deseo colectivo: si la Corona, como se ha sostenido hasta ahora, o el propio pueblo. La segunda responde a la necesidad de dotar a una comunidad de un relato compartido que oriente su acción presente. La primera es historia, la segunda, ideología. Ambas pueden coincidir, pero raramente lo hacen. Maurice Halbwachs, sociólogo de la memoria colectiva, ya advertía de que las sociedades elaboran su pasado más en función de sus necesidades presentes que de la fidelidad a los acontecimientos pasados. La izquierda española ha entendido —como antes lo hicieron otros movimientos en Europa— que el relato histórico no es un mero ámbito académico, sino un territorio político. Francia vivió un proceso similar de revisión histórica, aunque más complejo ideológicamente, tras la Liberación de 1944. Durante décadas, se aceptó la idea de que la nación había resistido en bloque frente a la ocupación nazi. Sólo a partir de los años setenta, gracias a la obra de Robert Paxton y otros historiadores, se desmontó ese mito reconfortante del gaullismo que defendía, entre otros, Robert Aron. No se trató únicamente de una corrección historiográfica, sino de un proceso de maduración política: pasado De Gaulle, Francia necesitaba mirarse al espejo de la Historia con menos complacencia. Algo parecido ocurre ahora en España. Parte de la izquierda intelectual y política considera que ha llegado el momento de desmontar el cuento edificante de la Transición —el consenso, el abrazo entre adversarios—, bajo nuevas premisas históricas e ideológicas. Al margen del porqué, para qué y por qué ahora -cuestiones estas fundamentales-, la operación no está exenta de riesgos. En el intento por actualizar la narrativa puede caerse en una forma inversa de simplificación: sustituir un pasado más o menos idealizado por otro. La tentación de reinterpretar lo sucedido bajo una óptica determinada puede producir relatos políticamente beneficiosos para un sector de la sociedad o del poder, pero perniciosos para su conjunto. Isaiah Berlin ya advirtió del peligro de las “verdades únicas” -de uno u otro lado- aplicadas a realidades complejas. La Transición ha funcionado hasta ahora como el 12-1 a Malta: nadie ha querido indagar demasiado en cómo sucedió aquello, pues todos dimos por bueno el resultado y estamos de acuerdo en que el gol definitivo lo marcó Juan Señor. Establecer la verdad histórica, bajo criterios objetivos, cincuenta años después, puede que sea sano. Pero revisar el mito colectivo -más o menos cierto, más o menos perfecto- que nos habíamos dado en aras del bien común para sustituirlo por otro más susceptible de generar disenso allí donde, por una vez, reinó el consenso, quizá no lo sea tanto.
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- Davila 28/11/2025
